
miércoles, 20 de octubre de 2010
Un oda atómica a Bomba

lunes, 18 de octubre de 2010
La industria discográfica corta su tajada

Hace un año aproximadamente salió a la venta el último álbum del cantante vallenato Carlos Vives. Lo recalco porque Vives es quizá mirado de reojo por aquellos que sienten en sus corazones los pálpitos de un acordeón, aquellos que fueron bañados de niños en río Guatapurí y que viven esa música como la banda sonora de sus vidas. Hago mucho énfasis en describir a este público porque son casi en su mayoría quienes no ven en Vives en verdadero vallenatero, pero a decir verdad yo pienso que son injustos. Tal vez, él no le llegue ni a los tobillos a los juglares como Escalona (a pesar de personificarlo), Alejo Durán, Juancho Polo Valencia o Emiliano Zuleta. También no hay que olvidar a Diomedez Díaz y Juancho Rois, de pronto los más recientes. Carlos Vives fue quien en cierta medida generó una mutación del vallenato, le dio un segundo aire y permitió que trascendiera barreras a nivel territorial. Es válido que en muchos rincones del país, sobre todo en la región Caribe esto no era necesario, ya que el vallenato ha estado presente en muchas formas y diferentes 'nuevas olas' de generaciones. Pero era evidente que para que se saliera de la jaula musical este género tenía que ser escuchado por otras culturas. Por esta razón le doy el crédito a Vives, más aún porque su incansables intentos musicales por fin dieron fruto cuando comenzó a reconocer aquellos ritmos que escuchó mientras iba creciendo. Aquellas melodías que no son imperceptibles hasta para el más acérrimo roquero costeño.
martes, 5 de octubre de 2010
Oficinas sonámbulas

Siempre me he preguntado qué hacen las luces de los edificios empresariales prendidas en horarios no laborales. No sé por qué me hace imaginar algún affaire o es posible que esa es la hora de alguna rutina de aseo, pero aún me causa extrañeza que estén tan prendidas las luces. Como soy un noctámbulo empedernido, siempre ahogo el soponcio de las noches en vela con una mirada profunda desde mi ventana. Desde ahí puedo contemplar con extrañeza el hecho de que aún se esté trabajando. A veces imagino que quizá algún jefe explotador pueda cargar de tantas tareas a sus subordinados y varios de ellos estén allí sentados en sus escritorios, con las pantallas de los computadores titilándole en la cara y la corbata desajustada. Una taza con el logo de la empresa al lado y un tinto amargo acompañando su desvelada. Podría imaginarme tal nivel de estrés y en ocasiones lo visualizo porque me parecería una contradicción absurda, allá ellos hastiados de la dichosa carga laboral y yo un insomnio viviente. Sin embargo, también imagino cosas o situaciones, será que espían a los empleados o será que hay quienes hacen reuniones secretas para tomarse uno que otro trago y echarse una jugada de póquer. No puedo dejar de observar esos cubículos iluminados y las sombras que pasan como zombies de un lado a otro. Hay momentos en que se demoran y me canso antes de volverlas a ver. Me parecería jocoso que simplemente fueran desocupados que se reúnen como una secta secreta a mover los hilos de la compañía. Aunque no me parecería extraño que fueran los mismos guardias de seguridad que se sientan en las sillas de los altos jefes y desordenan los papeles, tiran los adornos al piso y hasta se quedan mirando con total deseo las fotografías que hay sobre los escritorios. De pronto eso les generé placer o tal vez eleve sus ínfulas de poder, pero es extraño que las luces sigan prendidas en la madrugada. Las oficinas nunca duermen por lo visto, ni yo tampoco.
domingo, 3 de octubre de 2010
El hombre mediocre y su victoria II

II
Había leído su nombre en una revista que un año atrás desconocía, fue justo a mediados del décimo grado cuando un amigo desenfundó la última edición de una revista que, según él, me iba a matar. Leí su nombre y me pareció jocoso, le eché una ojeada a la portada y me pareció un poco bizarra. Un Batman blanco aunque negro de piel me asomaban hacia el periodismo literario, para mí desconocido. Se vanagloriaba de ser una publicación de lecturas paradójicas y las ilustraciones la hacían apetecible a mis ojos. Entre los diferentes artículos me encontré con uno sobre el feminismo titulado: “Me gusta ser mujer (odio las histéricas)”. Se me vino a la cabeza la imagen de Florence Thomas, me acordé de cómo me autoproclamaba como un hombre feminista y los reclamos que le hacía a mis amigas. Todo porque había crecido en un hogar dominado por mujeres, pero ni yo mismo sabía lo que era ser un supuesto feminista. Las palabras de Guerriero me sedujeron por su poca coherencia con el tema, no era un escrito catedrático ni mamerto, era un recuento de cómo ella había tenido que crecer bajo la rúbrica de una ‘señorita de bien’ en una sociedad mojigata que aprisionaba a cualquiera por mantener unos valores que poco a poco se diluían. Antes de leerla, Leila me sonaba algo vetusto y casi amargo, como la leche que se corta y uno bebe por equivocación, no obstante me decanté por su prosa e incluso quise leer más. A los pocos días fui a varias librerías para saber qué más había sobre ella, mi decepción fue grande cuando nadie me supo responder, nadie la conocía.
—“Se llama Leila Guerriero y escribe para una revista llamada El Malpensante o algo así, ¡ah y es argentina!”, pregunté a varias personas que atendían en las librerías.
—“No niño, de pronto ni ha publicado, porque no tenemos nada”, me respondieron en todas las ocasiones, incluso me llegaron al preguntar: ¿No será una escritora infantil”.
viernes, 1 de octubre de 2010
El hombre mediocre y su victoria

I
Observé el piso mientras esperaba a que el tiempo se apresurara —lo más aburrido de asistir sin compañía a los festivales culturales es encontrar un respiro de tanto choque de egos—. Entre conversatorio y conversatorio siempre me niego a hablar con alguien y sólo camino por los pasillos del lugar para observar a las figuras que desfilan en este tipo de acontecimientos. Me encontraba en el primer Festival Malpensante denominado “F-10”, corría el año 2006 y había acudido por mi propia cuenta ya que ninguno de mis acompañantes habituales se encontraba en el país. No sabía con qué me iba a encontrar. Simplemente me impulsaba el hecho de poder contemplar la irreverencia de Fernando Vallejo, pero decidí aventurarme y conocer a otros autores. Entré a lo que me imagino sigue siendo la Biblioteca del Gimnasio Moderno. Un lugar terriblemente impecable. No sabía qué hacer ni dónde hacerme, a mi lado revoloteaban la ‘crema y nata’ de lo que podría denominarse: sociedad cultural bogotana. Me encontré por primera vez con Vladdo repartiendo sus pasquines y hasta un Alberto Salcedo Ramos llegaba a ‘mamarle gallo’ a todos. Luego de un rato observé que la sala se llenaba. Me colé entre las personas que se encontraban afuera, pensé que habían confundido esto con un coctel. Todos con tragos en la mano y uno que otro canapé. Eran las 10:00 a.m. y a mí no me ofrecían ni un vaso de agua. Cuando me senté me percaté de que Guido Tamayo estaba situado dos sillas adelante. A los pocos segundos llegaron todos, Julio Villanueva Chang y Alberto Salcedo eran los panelistas. Sin embargo había otra persona al lado de ellos, era una mujer. Me llamó la atención la melena desajustada que se paseaba por el aire a pesar de que el esbelto cuerpo del cual sobresalía se encontraba totalmente quieto, su nombre era Leila Guerriero.
—“Buenos días”, dijo en su afable acento argentino.
—“Jamás pisé una facultad de periodismo y quién sabe si eso me hizo mejor escritora”, miré mi carné universitario en ese momento.