viernes, 12 de agosto de 2011

El Siencio Interrumpido


Recuerdo que tenía trece años cuando mamá me dijo que no debía acercarme a la residencia de la señora Harris. Todo se debía a que un diciembre había desbaratado un Papá Noel decorativo en su puerta y había asaltado con mi pistola de balines un mono de nieves que colgaba de su ventana. La señora Harris se había exasperado tanto que mamá creyó que le iba a dar un paro cardíaco en la puerta de nuestro apartamento. La verdad era que en el edificio de la calle 92 nadie quería a la señora Harris y se había convertido en el ser abominable del vecindario.

No se sabía quién era su familia ni de dónde provenía su dinero, pero todo el mundo creía saber el porqué se había quedado soltera. Los guardianes del barrio odiaban encontrarse con ella y escuchar una y otra vez los insultos por un robo menor o un acto vandálico que había ocurrido. En nuestro inmueble no habían celadores y sólo había un citófono eléctrico que anunciaba a quien arribaba. Sin embargo, muchos bromeaban que de haber celadores todos hubieran renunciado por los cuidadosos gritos de la señora Harris. Incluso las señoras del aseo se escondían de ella y preferían ir en horas de la noche para evitarla, eso sí la señora Harris era un vampiro inverso. Se asomaba en la alborada y se ocultaba en el crepúsculo de la noche.

La señora Harris parecía no agradarle a nadie. Una vez mamá me hizo correr hasta el parqueadero cuando escuchó los tacones de la señora Harris por las escaleras. Mamá prefería salir huyendo a tener que escuchar sus recriminaciones. Papá se reía y nos alertaba de no fastidiar a su alrededor, pero mamá le reprochaba que él no pasaba el tiempo suficiente cerca de ella. Papá decía que solía toparse con la señora Harris en las mañanas cuando bajaba a encender el automóvil y era muy cordial con él. Ni mamá ni yo creíamos en esa historia, en el fondo sabíamos que papá corría cuando una amenaza de aparición de la señora Harris se avecinaba en el panorama.

Con los años las visiones de la señora Harris fueron disminuyendo y las personas de nuestro bloque se fueron mudando. Mis padres decidieron quedarse porque habían terminado de pagar las cuotas del apartamento y no deseaban endeudarse, además su edad de retiro laboral estaba cerca. En cuanto a mí, la vida me hizo crecer y salí del país. Mis estudios en psicología me llevaron a emigrar a España y mis padres quedaron envejeciendo en la unidad familiar de la calle 92. Con el tiempo hablaba mucho con mamá por teléfono, a veces le preguntaba hasta por el perro viejo que se orinaba en los arbustos de nuestra avenida, pero con el trascurrir de los días descubría que me quedaba sin palabras y hasta se me olvidaba quiénes eran las personas de mi vecindario.

Al poco tiempo, muchos de mis recuerdos de infancias se fueron extinguiendo y personas nuevas llegaron al lugar. Como si fuera un acto de madurez, el edificio se volvió un sitio que albergó a parejas adultas pensionadas con hijos en el exterior que los visitaban de vez en cuando. Papá me decía que acaba de conocer a un nuevo vecino y al poco tiempo mamá me contaba que habían salido a cenar y estaban planeando un viaje. Yo al contrario, me encontraba en un viejo apartamento pequeño cerca a la Universidad de Madrid, era un complejo de estudiantes y en ocasiones el silencio era tan ausente que tenía que usar mis audífonos para aislar el ruido y estudiar. Por esa razón fue que un día me acordé de la señora Harris, sí ella hubiera habitado este edificio tal vez existiría un poco de armonía para vivir. En ese instante me percaté de que había ignorado por completo lo que había sucedido con ella.

Al día siguiente llamé a la casa de mis padres. Mamá contestó pero estaba concentrada en una pequeña reunión que tenía con unas amigas. Me preguntó por mi trabajo, por mi tesis y por aquel viaje a Francia que le había mencionado. Me advirtió que era un total desagravio si no visitaba a mi primo en Paris, al mismo tiempo que hablaba con sus amigas y reía a carcajadas. Intenté esquivar las preguntas de mamá y noté que estaba un poco tomada, desistí preguntarle por la señora Harris y al final se me olvidó.

Los calendarios se fueron corriendo y mi vida se asentó en Alemania. Entré a trabajar en proyectos con la Colegiatura de Düsseldorf y conocí a una mujer que me enamoró y me llevó a una unión libre. Mis padres no querían visitarme y odiaban que yo no fuera a ser bendecido por el rito católico, pero la verdad es que la edad me había convertido en un católico reticente y no practicante. Además mi mujer era protestante, la verdad es que en cuestiones de religiones me pierdo, por esto fue que decidí armar un viaje para visitar a mis padres. Deseaba que vieran lo bien que estaba y conocieran a la que sería la madre de sus nietos. Les avisé con seis meses de anticipación y ellos decidieron realizarles una reformas al apartamento decían que debían arreglar un cuarto para nosotros. Para mamá era un pecado que durmiéramos juntos en la misma habitación sin haber sido bendecidos por un cura, pero al final ella no podía hacer nada.

Llevaba diez años sin volver a mi país. Al principio de estudiante viajaba mucho a visitar a mamá y papá, con el tiempo mis visitas fueron escasas y después decidí no volver para obligarlos a que me visitarán. Sus incursiones al viejo continente fueron muchas durante los primeros cinco años, después cuando emigré a tierras teutonas me dejaron de visitar y preferían irse a conocer los países del litoral Caribe. Cuando me asenté con mi mujer, ya no quisieron verme más y fueron ellos quienes parecían presionar por mi visita.

En al aeropuerto nos recibieron con una calurosa bienvenida. Mamá me plantó un beso y papá un abrazo. Les presenté a mi mujer y ahí quedó todo el resentimiento que sentían por ella. En el carro de ida al apartamento iba contemplando los cambios que habían ocurrido en la ciudad desde la última vez que visité a mis padres. El edificio de la calle 92 estaba igual, parecía estar cubierto por una capa fuerte de formaldehído que no permitía su desintegración, aunque tampoco su evolución. La avenida en que vivían mis padres estaba repleta de torres y rascacielos de oficinas. Las casas y edificios familiares se habían esfumado como mis viejas amistades, pero el viejo edificio de la calle 92 estaba erigido y bien cuidado.

La semana que pasé en la casa paterna fue un poco reconfortante. Las relaciones entre mis padres y mi pareja estaban mejor que nunca y mamá iba a prepararnos una cena muy especial durante la última noche de nuestra estadía. Un cordero al horno junto con un puré de papas y una botella de vino adornaron la comida familiar. Como siempre mamá fue impertinente y preguntó cuándo iba a ser abuela. Mi padre intentó calmarla. Al final reímos todos, un poco nerviosos, yo sabía que no quería hijos por ahora. De repente no sé por qué se me vino a la cabeza la señora Harris. Mamá no recordaba muy bien, papá decía no haberla conocido. Luego de un largo rato ambos quedaron consternados porque no conocían con certeza qué había sido de esa señora.

A la mañana siguiente tomé mis maletas y salí de nuevo para Alemania me fui pensando en la suerte de la señora Harris y dejé a mis padres con la inquietud también. El día fue una jornada completa en el aire. Hicimos escala en España y de ahí tomamos un vuelo a Düsseldorf donde tuvimos que tomar un tren hasta nuestro pueblo. Llegamos casi a la medianoche y con un cansancio inexorable. Dejé el equipaje en la sala de la casa y comencé a revisar si todo se encontraba en orden. En ese instante vi que teníamos un mensaje en el contestador automático. Presioné el botón y escuché la voz de mi madre. Decía que debía llamarla urgente, era un asunto muy preocupante. Tomé el teléfono y marqué.

Repicó una sola vez y sentí que contestaban con apuro. Mamá gritó y me dijo que había sido horrible. Le pregunté insistentemente qué había pasado, pero no lograba calmar su llanto. Al principio pensé que papá estaba enfermo o en el hospital pero al rato sentí que él la calmaba y pasaba el teléfono. Me contó que la señora Harris estaba muerta. Su apartamento llevaba quince años cerrado y al abrirlo sólo habían encontrado un cadáver esquelético postrado en el piso de la cocina. Nadie se había percatado de que la señora Harris se había muerto y como ella no se hablaba con su familia no habían podido seguirle la pista. Según la autopsia había sufrido infarto y ni siquiera había tenido tiempo para alertar a los vecinos. Se había muerto silenciosamente y nadie se había percatado.

Mis padres fueron interrogados por la policía. Al parecer eran los únicos residentes actuales del edificio que la recordaban. El banco dijo que la cuenta de la señora Harris se encontraba activa porque todos los meses le consignaban sus cheques de pensión. Además ella había arreglado con una empresa el pago de sus recibos por los servicios públicos y ésta seguía pagando por ellos. Se revisó que nunca le habían suspendido la electricidad ni el agua. El apartamento se encontraba intacto a excepción de algunas cosas que habían sido invadidas por el moho y el polvo. La señora Harris vivía dos pisos arriba de mis padres y nunca nadie había sido capaz de preguntar por qué aquel apartamento permanecía inhabitable. Ya no habían niños traviesos que por curiosidad molestaran e hicieran preguntas incómodas. Tal vez yo fui el último infante de ese edificio que molestó a la señora Harris.

Al día siguiente papá contó que había ayudado a desocupar el apartamento, entre las cosas se encontró con una caja que decía Navidad. La abrió y una nube de polvo se le metió por las fosas nasales asfixiándolo por unos segundos. Al cabo de un rato metió su mano y sacó un muñeco de esos que se cuelgan en la ventana, era un mono de nieves y estaba lleno de agujeros.

Por: Guillermo Palacio Mariño

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